Por Josué Nig
Era el 13 de marzo de 2020, viernes. La semana lectiva
estaba concluyendo. El presidente Alejandro Giammattei anunció el primer caso
positivo de covid-19 en el país.
Ante esta situación, las medidas tomadas por el gobierno
central consistieron en el cese de actividades del transporte público y
empresas del sector privado, así como la restricción de movilidad por medio del
toque de queda cuyo horario fue variando a través de los meses.
Para el sector educativo, la suspensión de clases se ordenó
dos días después de la detección del primer paciente positivo a covid-19. Una
medida que afectó a los más de 3 millones 200 mil estudiantes en el país. La
educación presencial era inviable ante esta situación. Los estudiantes y
maestros debían acoplarse a esta nueva realidad.
La opción más conveniente para continuar con el ciclo
lectivo era la educación virtual y por televisión. Según datos del Ministerio
de Energía y Minas, con base en el censo del 2018, el 91 % de los hogares
cuentan con electricidad, sin embargo, un porcentaje considerable de hogares no
cuenta con televisión. Lo que hace extremadamente complicado acceder a la
modalidad de clases televisadas que implementó el Ministerio de Educación (MINEDUC)
el pasado 31 de marzo.
Según el censo del 2018, en Guatemala el 65 % de la
población no cuenta con acceso a internet. Es decir, a este porcentaje le es
imposible acceder a la educación pública y gratuita. A eso se le agrega la
estabilidad deficiente de la conexión que ofrecen las empresas, que provocan
inconvenientes durante las pruebas realizadas por herramientas virtuales. La
velocidad de internet promedio en el país es de tan solo 10 megas. Este número
se reduce significativamente en las zonas rurales.
La pandemia de covid-19 evidenció el enorme retraso en áreas
como la salud, el empleo y principalmente, la educación. El actual gobierno no
puede garantizar el acceso y la gratuidad de la educación pública que por
mandato constitucional le corresponde.
El acceso estas modalidades de educación sin duda están
vedadas al sector más pobre del país. Para los estratos que, si tienen acceso,
el panorama es tan solo un poco distinto. ¿Cómo garantizar una educación digna
en la modalidad a distancia, si la educación presencial es deficiente en si
misma? Esa pregunta tiene una respuesta simple: no es posible garantizarla.
Los alumnos de todos los niveles se encontraron con maestros
a quienes se les dificultó manipular las herramientas tecnológicas para brindar
clases de calidad. ¿La raíz de este problema? Escasa o nula inversión para
capacitar a los docentes. Algo imperdonable si se desea garantizar una
educación para un mundo cada vez más dependiente de la tecnología.
El MINEDUC contó el presente año
con 17 millardos de quetzales, un presupuesto que se consumió principalmente en
salarios y acuerdos sindicalistas. La inversión real en la educación fue
mínima.
Si se desea ofrecer educación de calidad es imperativo
iniciar con la formación adecuada de los maestros en tecnología que les permita
aprovechar el potencial enorme que ofrecen estas herramientas. Pero antes, es
necesaria una depuración de la burocracia que permite la corrupción y el desvío
de recursos a rubros innecesarios que dragan el presupuesto en educación.
No es tarea fácil, y no puede cumplirla cualquiera. Es
indudable que la profesión de educador lleva implícita una vocación altamente
humanista. Los maestros tienen a su cargo la formación de las consciencias de
los futuros ciudadanos y ciudadanas de Guatemala, es una enorme
responsabilidad. Pero, ¿Quién tiene a su cargo la permanente formación de los
docentes? La respuesta debería ser: una persona con altos valores humanistas.
Si somos capaces de darnos cuenta que no es así, ya tenemos algo con lo cual iniciar.
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