miércoles, 14 de octubre de 2020

Esas sí son las formas


Por Jeanelly Vásquez

La otra cuestión

A estas alturas del 2020 podemos ver hacia atrás y darnos cuenta que la pandemia no ha sido el único problema en la sociedad. Durante este periodo el abuso de poder, injusticia y crímenes hacia sectores vulnerados se han mantenido, y ante ello se han pronunciado los colectivos. Este inconformismo puede ser representado mediante las artes escénicas, plásticas, marchas, performances, entre otras acciones. Pero sin duda el tipo de protesta que más polémica crea es el que va dirigido a objetos inanimados.

Primero hay que hacer una distinción entre dos términos: vandalismo e iconoclasia. En ambos casos se reconoce literalmente la acción de destruir un objeto o espacio público, pero la diferencia entre ambos es la razón detrás de cada acto. Dario Gamboni, historiador de arte, explicó para El País que "se utiliza la palabra iconoclasia para distinguir entre acciones individuales, más o menos espontáneas, y que no tienen un motivo reconocible (vandalismo), de otras que son colectivas, organizadas y vienen acompañadas de declaraciones explícitas, con fines políticos (iconoclasia)."

¿Qué tanta validez tiene este tipo de protesta? El artículo 33 de la Constitución Política de la República se centra en el derecho de manifestación, este artículo deja claro que es permitido manifestar toda vez sea pacífico y sin armas, pero en realidad no da más características sobre cual es el modelo de protesta “correcto”, así que de esto podemos inferir que no existe un solo tipo de manifestación y si es violenta o no dependerá de la interpretación de cada persona o grupo.

¿A la gente realmente le molesta la destrucción del espacio público o esto es únicamente cuando la acción proviene de grupos ideológicos?

Sin ir tan lejos, podemos dar un recorrido por las calles de la ciudad y percatarnos del mal estado de las calles, el grafiti en las paredes y una que otra vez hemos visto a algún individuo usar una pared como su inodoro personal. Un ejemplo más concreto es el Archivo General de Centroamérica, dependencia que almacena documentos históricos comprendidos desde 1537 y 1985 y que hoy en día es ignorado detrás del grafiti en su fachada y esquinas orinadas.

Muchas personas alegan que el pintar o de alguna forma “destruir” los monumentos es una forma de destruir la historia del país. Cuando se aprecia a un monumento realmente no se está adorando al objeto, pues este solo es una representación del contexto que evoca. El problema es que muchas veces no conocemos el verdadero contexto de esas figuras, y terminamos apreciando una verdad a medias.

Por ejemplo, el 12 de octubre se recuerda la llegada de Cristóbal Colón a América, un hecho histórico que para los vencedores simboliza un triunfo y un parteaguas para la descendencia de los colonizadores, sin embargo, se ignora la historia de los pueblos indígenas, quienes consideran este hecho como los orígenes del racismo estructural cuyas consecuencias siguen vigentes. Viéndolo desde esta perspectiva es absurdo admirar una historia tan cruel, ¿Verdad?

Por la razón anterior, este año ciudadanos en distintos países latinoamericanos manifestaron su rechazo hacia la llegada del europeo a América. En Bolivia, por ejemplo, el monumento a Cristóbal Colón fue pintado con tintes rojos y una calavera en frente; incluso en noviembre de 2018 manifestantes pegaron carteles que calificaban a Colón de genocida. 

Lo interesante de la historia es que nunca termina, la actualidad sigue siendo parte de ella y actos como estos son un nuevo capítulo de la historia de la humanidad, uno donde los sucesos que nos enseñaron pueden ser cuestionados y reinterpretados. Por eso es que el pintar los monumentos no debe ser interpretado como destrucción a la historia, sino como una nueva connotación de ella.


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