A estas alturas del 2020 podemos ver hacia atrás y darnos
cuenta que la pandemia no ha sido el único problema en la sociedad. Durante
este periodo el abuso de poder, injusticia y crímenes hacia sectores vulnerados
se han mantenido, y ante ello se han pronunciado los colectivos. Este
inconformismo puede ser representado mediante las artes escénicas, plásticas,
marchas, performances, entre otras acciones. Pero sin duda el tipo de
protesta que más polémica crea es el que va dirigido a objetos inanimados.
Primero hay que hacer una distinción entre dos términos:
vandalismo e iconoclasia. En ambos casos se reconoce literalmente la acción de
destruir un objeto o espacio público, pero la diferencia entre ambos es la
razón detrás de cada acto. Dario Gamboni, historiador de arte, explicó para El País que "se utiliza
la palabra iconoclasia para distinguir entre acciones individuales, más o
menos espontáneas, y que no tienen un motivo reconocible (vandalismo), de otras
que son colectivas, organizadas y vienen acompañadas de declaraciones
explícitas, con fines políticos (iconoclasia)."
¿Qué tanta validez tiene este tipo de protesta? El artículo
33 de la Constitución Política de la República se centra en el derecho de
manifestación, este artículo deja claro que es permitido manifestar toda vez
sea pacífico y sin armas, pero en realidad no da más características sobre cual
es el modelo de protesta “correcto”, así que de esto podemos inferir que no
existe un solo tipo de manifestación y si es violenta o no dependerá de la
interpretación de cada persona o grupo.
¿A la gente realmente le molesta la destrucción del espacio
público o esto es únicamente cuando la acción proviene de grupos ideológicos?
Sin ir tan lejos, podemos dar un recorrido por las calles de
la ciudad y percatarnos del mal estado de las calles, el grafiti en las paredes
y una que otra vez hemos visto a algún individuo usar una pared como su inodoro
personal. Un ejemplo más concreto es el Archivo General de Centroamérica,
dependencia que almacena documentos históricos comprendidos desde 1537 y 1985 y
que hoy en día es ignorado detrás del grafiti en su fachada y esquinas
orinadas.
Muchas personas alegan que el pintar o de alguna forma
“destruir” los monumentos es una forma de destruir la historia del país. Cuando
se aprecia a un monumento realmente no se está adorando al objeto, pues este
solo es una representación del contexto que evoca. El problema es que muchas
veces no conocemos el verdadero contexto de esas figuras, y terminamos
apreciando una verdad a medias.
Por ejemplo, el 12 de octubre se recuerda la llegada de
Cristóbal Colón a América, un hecho histórico que para los vencedores simboliza
un triunfo y un parteaguas para la descendencia de los colonizadores, sin
embargo, se ignora la historia de los pueblos indígenas, quienes consideran
este hecho como los orígenes del racismo estructural cuyas consecuencias siguen
vigentes. Viéndolo desde esta perspectiva es absurdo admirar una historia tan
cruel, ¿Verdad?
Por la razón anterior, este año ciudadanos en distintos
países latinoamericanos manifestaron su rechazo hacia la llegada del europeo a
América. En Bolivia, por ejemplo, el monumento a Cristóbal Colón fue pintado
con tintes rojos y una calavera en frente; incluso en noviembre de 2018
manifestantes pegaron carteles que calificaban a Colón de genocida.
Lo interesante de la historia es que nunca termina, la
actualidad sigue siendo parte de ella y actos como estos son un nuevo capítulo
de la historia de la humanidad, uno donde los sucesos que nos enseñaron pueden
ser cuestionados y reinterpretados. Por eso es que el pintar los monumentos no
debe ser interpretado como destrucción a la historia, sino como una nueva
connotación de ella.
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